En la oscuridad capítulo III: El Asesino invisible

En la Oscuridad

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Capitulo III  El asesino invisible

“El mal duerme en Fidelio… No permitas que despierte” … Se repetía sin cesar en su lecho. No era una buena forma de ir tranquilo a tomar descanso. No hacía otra cosa que dar vueltas en su cama. Esta vez no podía echarle la culpa a los excesos del alcohol, ya que aquel viejo desconocido era el verdadero causante de su desvelo. Desconocido o ya no tanto, a juzgar por la obsesión que tenía con Edward y sus conversaciones en una sola dirección a través de aquellas notas.

Aún no había amanecido. Faltaban pocas horas para que despuntara el alba, para que Mercedes tocara la campana de aviso para acudir puntuales al desayuno, que por ser domingo, era especial y bien celebrado por los huéspedes del edificio.

Lo que añadía un nudo extra de nervio y ansia a su estómago, por si aquel viejo y sus notas resultaba poco para provocar ese insomnio temporal, era la llegada de la edición extra dominical del London Today junto al café y las tostadas con huevo y bacón. Aquel viejo había depositado en él, por medio de aquellas notas, la semilla de la curiosidad. Estaba deseoso por leer la crónica social del periódico para ver cualquier noticia relacionada con la dichosa y “maldita” mansión Fidelio.


Harto de dar vueltas en la cama, se levantó sobresaltado. Se acercó a la ventana al compás que acercaba también su sofá. Antes de sentarse buscó en su chaqueta los componentes para formar una pipa que llevarse al pulmón. Un fósforo y su rostro quedaba al descubierto en la oscuridad con ese tono anaranjado característico del fuego. El amanecer se hacía esperar. Apartó tímidamente las fuertes cortinas de la ventana y se sentó en su sofá. En la calle, solo el murmullo del viento, los faroles iluminaban con luz anaranjada como el fuego de su fósforo, haciendo parpadear las sombras en vano, pues no había nadie que contemplará dicha función.

Su mente iba y venía por un mar de posibilidades, deducciones y conjeturas. Pero de momento todas se estrellaban en la duda o en algún callejón sin salida. Hacía falta actuar y a estas horas de la madrugada nada se podía hacer. Con el pensamiento fijo en las notas, el viejo y Fidelio, el sueño se presentó venciendo por fin a Edward que quedó postrado en forzada postura en el incómodo sofá para tan dulce menester como es el dormir.

La campanilla que anunciaba el desayuno especial y dominical de Doña Mercedes sonó con puntualidad exquisita. Hasta dos toques o llamadas realizaba la casera para dar cuartelillo a sus huéspedes, para que tuvieran tiempo en terminar de asearse y se presentaran en el salón principal para dar cuenta a tan exquisitos manjares. Pero Edward no acudió a la llamada. Tantas horas de guardia en la madrugada esperando la llegada del alba y ahora que tocan diana, no se presenta a filas.

Pasada hora y media de la oficial del desayuno, Edward se despertó. Miro la hora en su reloj de chimenea y maldijo una y otra vez su descuido y pereza, no con razón, ya que el desvelo no había sido gratuito y lo había producido de alguna manera su trabajo. Pero no podía perdonar el haberse quedado dormido, el haber perdido hora y media de aquella mañana, no en tanto para dar cuenta al desayuno y si más por haber consumido tiempo, tiempo perdido que podía haber empleado en trabajar en lo que precisamente lo había desvelado.  

Como si de un actor de teatro se tratara, cambió su pijama por la ropa de los domingos y salió raudo y veloz de camino al salón, no buscando restos de café o tostadas sino el periódico de la mañana. Allí estaba sobre la mesa pulcramente recogida y ordenada por Margarita, la doncella de la finca, la edición dominical del London Today.

Con la misma expresión de un niño cuando abre sus regalos de cumpleaños, Edward hojeaba con presteza las páginas del diario hasta encontrar lo que buscaba. Allí estaba su crónica social referente a Fidelio: 


Edward arrancó la página del periódico y la guardó en el bolsillo de su pantalón. Ya que el viejo y sus notas solían aparecer de forma inesperada, no podía esperar sentado a que apareciera el anciano para intentar descubrir más sobre este inesperado caso que se le presentaba, tenía una pequeña pista con la que empezar a trabajar, debía dirigir sus pasos al Hospital Howard y tratar de hablar con el Dr. Falk a ver si podía sacar algo más en claro de lo que vagamente apuntaba el periódico.

Casi como a hurtadillas entró en la cocina para aprovisionarse con algún sobrante del rancho matutino. Tomó un café con leche tan frío como el clima londinense, se enfundó su gabardina y se dispuso a tomar la calle en dirección a la parada más próxima de carros. El hospital Howard no quedaba muy lejos, lo suficiente como para tener que tomar un coche o prepararse para una buena caminata, como la paga estaba aún fresca de su último caso, se podía permitir ese pequeño lujo y guardar las energías de sus piernas para futuras empresas o para la tan temida llegada de fin de mes que no deja otra opción que ir a pie.

El carro se detuvo cerca de las puertas principales del hospital, las mismas que guardaban la entrada principal del pequeño pero bien cuidado jardín. Antes de llegar al acceso del edificio, una fuente victoriana coronaba el patio circular con bancos de piedra a su alrededor y techos cubiertos de hiedra perfectamente atendida. Un entorno apacible y tranquilo en contraste con lo que había en el interior del hospital. Una vía de escape para los pacientes con largas estancias en el centro. Edward, al observar y caminar por el jardín en dirección a la entrada principal, pensó en los internados del centro, nunca vendría mal tener un espacio verde como el que se le presentaba, un lugar donde escuchar el murmullo del agua, un lugar donde poder ver el sol, cuando Londres dejaba, lejos del mundanal ruido de la ciudad pese a estar tan cerca del lugar de reclusión casi voluntario. Una forma agradable sin duda de compensar tan incontables horas y horas de habitación de hospital.

Se acercó a la enfermera de turno que apenas se dejaba ver tras la gran mesa de información general del paciente. Edward, tras el acostumbrado cortejo que mandan los cánones de las buenas formas de educación, preguntó por la localización del Doctor Falk. Se encontraba en la sala de médicos de la planta de observación, ala norte, Sección C, primera planta, sala 12.

Después de descifrar el laberíntico camino que llevaba a la Sección C, tras uno pocos minutos y no pocas rectificaciones en su camino con no pocas preguntas al personal del hospital, llegó por fin a su destino. Tocaba esperar a que el Doctor Falk saliera de la sala de médicos. Entre comentarios clínicos salieron las figuras de blanca e inmaculada bata. Edward se acercó al pequeño tumulto de doctores y preguntó con voz firme: ¿El Doctor Falk por favor? Un hombre de gran estatura, de delgado rostro y bigote poblado miró a Edward y pronunció con voz grave:

Yo soy el Doctor Falk, ¿En qué puedo servirlo caballero?

Si querías conseguir algún propósito en el oficio que había elegido Edward para ganarse la vida, la astucia, la inteligencia y las mentiras leves debían formar parte de las herramientas para desempeñar tu trabajo, entre otras virtudes. Era hora de sacar provecho al actor que llevaba dentro y presentarse con una pequeña mentira piadosa.

-Buenos días Doctor, soy Leonard Carnby…

-¿No será usted periodista? Interrumpió el doctor, ya he emitido un comunicado a sus colegas y…

-¡No, no! En modo alguno, no se alarme, no soy periodista -interrumpió esta vez Edward-, La familia de la paciente a la que usted está atendiendo...

-¿La señorita Emilie Roses? -volvió a interrumpir el médico, pero esta vez con cierto agrado para Edward, ya que había conseguido sin que el Doctor se percatara de ello el nombre y apellido de la joven del accidente- si efectivamente, soy su médico, la estoy atendiendo, llevo su caso.

-Como le decía doctor, la familia de la señorita Roses, ha contratado mis servicios como abogado, para interponer, si procede, una demanda contra el Señor Cobult por su negligencia y falta de atención con mi defendida, la señorita Emilie Roses, ateniéndonos a los acontecimientos que se produjeron ayer en su reciente mansión. Siendo como son mis clientes, una familia de posibles, harán todo lo que estén en su mano para que el señor James Cobult se haga responsable de lo que le ocurra a su hija ahora y en un futuro próximo. Está mal que yo lo diga, pero el Señor Cobult, no es del agrado de mis clientes. Por eso necesito toda la información que usted pueda prestarme, si fuera tan amable, para obrar yo en consecuencia y preparar mi alegato si procediera el caso.  

Y ahí estaba la pequeña mentira piadosa improvisada por Edward. El pasarse por el abogado de una familia a la que solo conocía por lo poco que había leído esa mañana en el periódico. Lo dijo de una forma tan convincente y natural, como si en verdad su carrera profesional fueran las leyes o las artes dramáticas, que el médico no pudo tener la más mínima duda o sospecha de lo que acababa de escuchar por boca de Edward, ni mucho menos pensar que todo fuera una farsa orquestada por el detective. Mordió el anzuelo hasta el carrete de la caña de pescar.


-Bien, -dijo Falk- en ese caso, pase a la sala de médicos, allí estaremos más tranquilos y mantendremos mejor la discreción, lejos de oídos curiosos, ¿no le parece?    

-Veamos, dijo Edward, cuénteme en qué estado llegó la paciente.

-Llegó al hospital inconsciente, con las constantes vitales algo alteradas, al borde del colapso cardíaco. Le administramos sedantes y pudimos mantenerla estable. Lo que más me llamó la atención, fue su rostro…

-¿Su rostro Doctor? ¿A qué se refiere?

-La expresión de su cara… pese a estar completamente inconsciente, había algo en su rostro… algo inquietante… como una mueca de pánico… no sabría cómo explicarlo. Era como si algo la hubiera dejado con semejante semblante, como si no pudiera escapar de algún tipo de terror incomprensible…  

-¿Cree que pudo ver algo o alguien en Fidelio que hizo que sufriera una especie de infarto?
-Mis habilidades como médico no llegan a tanto, y desafortunadamente no me encontraba presente en el lugar de los hechos. Los síntomas son muy parecidos al de un infarto, pero lo sorprendente del tema es que no hay lesiones en su corazón que así lo certifiquen… no puedo determinar con exactitud la causa de su dolencia. Lo único que hasta ahora puedo afirmar sin ningún tipo de duda es que…

De pronto la puerta de la sala de médicos se abrió precipitadamente interrumpiendo la exposición del Doctor. La enfermera de guardia hacía acto de presencia. Sin apenas tiempo para formulismos, dada la extrema urgencia de su recado, grito al doctor para que se apresurara de inmediato a la sala. La paciente había despertado de su letargo con atronadores gritos de horror para poco tiempo después convulsionar de forma muy violenta. Hasta cuatro enfermeros fueron necesarios para sujetar a la joven. El doctor Falk salió disparado como el rayo en busca de su paciente… pero cuando llegó fue demasiado tarde. La señorita Roses había muerto. 




Los enfermeros dijeron al doctor Falk las últimas palabras que entre gritos pronunció la paciente: -"No deja de mirar, no deja de mirar"- luego unas palabras ininteligibles y un último espasmo que acabo con su vida. Su rostro reflejaba el pánico que llevó a la señorita Roses pronunciar aquellas palabras. La boca abierta y prácticamente desencajada, los ojos completamente en blanco y su lengua en exceso sacada y ligeramente ladeada. El color en su piel anunciaba su muerte antes de que le diera tiempo a teñirlo de blanco.

Edward sacó de nuevo la nota de su bolsillo, y cubriéndola con ambas manos para evitar que enfermeros y doctores vieran su acción, volvió a leer:  
“El mal duerme en Fidelio…No permitas que despierte” Firmado HL


Continuará…

Por JM. Brown.

En la Oscuridad, capítulos anteriores:
Capitulo 1 En la oscuridad
Capítulo 2 Equilibrio


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